lunes, octubre 08, 2007


Das leben der anderen
La vida de nosotros
Balade für een goed mensh

En junio, circunstancialmente leí una nota en que, refiriéndose a la película La vida de los otros, hacían mención a que Ryzard Kapuçinski -ahí me enteré de su muerte en enero de este año- confesó en alguna oportunidad que, para salir de su país, Polonia, había tenido que firmar un documento de "cooperación" que era un eufemismo para las obligaciones del espionaje y que, actualmente, con la apertura de los archivos secretos se podía afirmar que durante toda su permanencia en actividad "no había dado ningún dato significativo ni delató a nadie por sus actividades." Newsweek, junio 6, 2007.
Conocí a Ryzard Kapuçinski después de la caída del muro, en el primer festival de Story International en Rotterdam en 1991, cuando Bush padre había dado un ultimátum a Irak que vencía el 16 de enero.
Éramos todos escritores de distintos orígenes y lugares, invitados a este primer festival que la gente de Poetry International organizaba sobre la narrativa.
Nos alojábamos en el Hotel Central, para mí ya viejo conocido porque había participado en Story International en 1884. Como siempre, cuando hay algún encuentro de ese tipo, uno va armando su propio grupo a partir de los gestos primeros, casualidades de compartir la mesa o el día de lectura... Después, poco a poco, en una semana, ya se va definiendo por otras razones, las afinidades.
El hall del hotel era el núcleo duro porque allí estábamos todos en algún momento y sobre todo en ese momento. Nos encontrábamos desde Remco Campert, el hijo de Jan Campert, el poeta holandés que fuera uno de los primeros fusilados por los nazis por intentar un atentando en Rotterdam, a Marianne Wiggins, la ya ex-esposa de Salman Rushdie, la que estaba con él cuando los ayatollas le pusieran precio a su cabeza. Y el grupo se fue delineando con ella, con Ulkü Tamer, un escritor turco que había estado en Argentina y en Paraguay, con Marion Bloem, una indonesia bellísima y que tiene la suerte de tener todos los talentos: es buena escritora, buena pintora y buena cineasta, con Nazim Khaksar, iraní que ni bien me conoció y supo que era argentina, me dijo que estaba allí "por culpa de ustedes" porque era un maestro que admiraba al Che, que había luchado primero contra el Shá y se había tenido que exiliar por los ayatollas y su mujer no podía salir de Irán. (Cuando lo logró y la conocí me regaló una especie de pashmina de hilo rosa con colores que era de lo poco que traía de su patria y que guardo entre mis cosas más preciadas). Allí recalaban Eduard Uppensky, un ruso espontáneo y genial que contaba las venturas y desventuras de vivir en lo que todavía era la Unión Soviética y su traductora que amaba a Lolita Torres.
También estaba Ryzard Kapuçinski con quien, antes de que empezara la guerra que nos tenía a todos en vilo porque se transmitiría en vivo y en directo, me pasé toda una sobremesa hablando de Rodolfo Walsh a quien ambos habíamos conocido en circunstancias totalmente diferentes y sobre el que yo había escrito mi tesis. Después le mandé el libro y tengo una carta en que me agradece una tarjeta de Navidad y Rodolfo Walsh o la desacralización de la literatura. Y, cuando me siento un poco down, medio depre que digamos, me hago un masajito a mi ego releyendo lo que me escribió sobre el libro: "que encuentro fascinante y con tanta information nueva para mi! Un mil de gracias!"
Ryzard Kapuçinski ya empezaba a ser reconocido en Europa. En esa oportunidad me contó anécdotas de sus viajes a África, cuando el Congo se había liberado de Bélgica y lo discriminaban por blanco. Por ese entonces estaba escribiendo un libro de cuentos sobre La guerra del fútbol que saldría un tiempo más tarde.
Desde mi vuelta a Argentina no supe nada más. Sólo que había adquirido mucha fama entre los amantes de la literatura. No pensé que había muerto. Y el otro día, cuando finalmente vi en DVD, La vida de los otros, me acordé de él que no había dudas de que había sido agente polaco espía por toda Latinoamérica y que, como aparentemente muestran los archivos, nunca había mandado a nadie en cana.

Seguramente Kapuçinsky sería merecedor de una Balade für een goed mensh, una balada para un buen hombre.

© Ana Sebastián, 2007. De Memorias impertinentes